jueves, 13 de septiembre de 2012

Capitulo I

La noche de fin de año. Una de esas celebraciones mas importantes y especiales. Es una celebración de amor, esperanza, perdón, segundas oportunidades, promesas y nuevos comienzos. Promesas que nunca se cumplen, como: 'A partir de este nuevo año comienza mi dieta...' Esas como muchas promesas que se hacen al comenzar cada año, con esperanza de poder cumplirla.
Eran las once y cuarto de la noche, era una nueva hora para estar conduciendo. 
En ese tramo de carretera no había nadie mas. Por la radio del auto sonaba Faltan cinco pa' las doce, cambie de carril un par de veces, como si bailara salsa con el corsal. Me estaba animando. Muy buena idea.
Había tenido la intención de quedarme en casa, de pasar una noche de desdicha. Descarte las dos fiestas a las que me habían invitado. Les dije a ambos anfitriones que ya había aceptado otra invitación y me las ingenie para evitar el radar (lo cual me hizo sentir al mismo tiempo aliviada y alarmada, por lo fácil que me había resultado). 
Ninguna de mis dos hermanas y dos hermanos eran opciones válidas. Charlotte estaba en Caracas, en una especie de fiesta de Fin de Año. Y Eugene estaba embarazada como de diez meses, lo cual esta noche la convertía en una muy poco probable fuente de diversión. Seguramente ella y Kurt ya se habrían acostado, con su hijita angelical de dieciocho meses, Christine, acomodada entre los dos, y estarían repasando el libro de nombres de bebés y brindando por el año nuevo con zumo de manzana espumoso. Edward que estaría con alguna de sus cuantas chicas que tenia, y Gabriel en alguna de las muchas fiestas que lo habían invitado, seguramente y estaba borracho, haciendo su baile de Michael Jackson.
¿Mis padres? No sabría con cual de los dos estar, ya que están separados. Después de que mi papa estuviese tres años sin trabajar, mi mama busco atención y amor en otro hombre, el la ayudaba con las cosas de la casa, con pagar nuestra educación y nuestras necesidades. El era realmente bueno con ella, se le notaba que la quería... Estuvieron algun tiempo a escondidas hasta que los descubrí y al año siguiente mi madre se estaba separando de mi padre y le había pedido que se fuera de la casa. Esto no me lo esperaba, esperaba que ellos fuesen felices y envejecieran los dos juntos, pero nada ocurre como tenia que haber ocurrido.
Nada ocurrió como tenía que haber ocurrido.
Ahora mismo, por ejemplo, no debería estar conduciendo con la radio puesta, camino al bar. Tendría que estar en la playa Bora Bora después de un emocionante día de buceo, envuelta en aromas fragantes, mientras bebía Champaña importada a un precio desorbitado. Ahora tendría que estar en los brazos de Edmond.
Estaba a punto de desearle una quemadura solar de tercer grado y picaduras de medusa en sus testículos cuando empezaron a brotarme las lágrimas. 'Maldito sea.' Di un golpe al volante:
'NO LE DARÉ ESA SATISFACCIÓN. LE HE DADO SIETE AÑOS DE MI VIDA. NO, NO Y NO. NO PIENSO DARLE NI UN MOMENTO MÁS'.
Mi Fin de Año, el especial, había sido aquel que pasaron juntos por primera vez: esquiando en Suiza. En un chalé de los padres de alguien. Una fiesta nevada e impregnada de schnapps en una hermosa plaza de pueblo. Mil personas bailaron al son de cientos de melodías distintas que brotaban de las ventanas abiertas, con un millón de copos de nieve sobre todos ellos. Aquella enorme y cálida vibración de la muchedumbre alcoholizada. Simón me besó, con su boca tan caliente en medio del aire tan frío. Hicimos el amor en el cuarto de secar la ropa porque hacía demasiado frío para hacerlo tumbados sobre la nieve, en silencio, para no despertar a nadie.
Aquél había sido mi Fin de Año.
Me había olvidado de Niall. Bueno, no me había olvidado exactamente de él. Niall siempre estuvo ahí. Siempre. Pero yo había olvidado que él no la había olvidado.
Conocí a Niall en Septiembre de 1989 cuando los dos coincidimos en un grupo de estudio. Él tenía los ojos brillantes. Ojos grandes y brillantes. Y pelo muy liso. El una vez me pregunto:
—¿Quieres jugar con la pelota? - Me pregunto sosteniendo una pelota en sus brazos.
—Vale —dije yo, encogiéndome de hombros.
Y de este mismo modo habíamos funcionado siempre las cosas entre nosotros dos. Niall era el instigador, y yo la seguidora entusiasta. También era más valiente. Y más imprudente, como decía siempre mi padre. Fue Niall quien decidió que robariamos una botella de Martini de la barra de la fiesta de verano de sus padres, y que nos las beberiamos en su habitación. Ninguno tuvo que admitirlo. Nos mareamos mucho y muy en secreto, y ninguno de los dos echó nunca de menos el Martini. Niall lo había hecho todo primero: el viaje a Francia con el colegio; los cigarrillos; besuquearse con las luces apagadas en una fiesta cuando los padres habían salido; los exámenes de bachillerato; la prueba de acceso a la universidad; la vida en la facultad...
Tuvimos una pelea seria. El se había liado con Charlotte —ella se enrollaba a menudo con el primero que pasaba— en la disco del colegio, y yo le dije que le parecía asqueroso, como si se hubiera enrollado con su hermana. El se rió y me respondió que Charlotte no era para nada su hermana, y que tal vez enrollarse conmigo sí que habría sido como liarse con una hermana, pero que Charlotte estaba en un plano totalmente distinto. Me lo dijo con una expresión en la cara que yo no le había visto nunca hasta entonces y que no me gustó nada, y entonces le di un golpe —no en la cara, sino fuerte, en el estómago— y se largó y no volví a hablarle en toda la semana, hasta que él me compró una naranja con chocolate, y me dijo, con una expresión muy seria, que lo lamentaba y que no volvería a hacerlo nunca más.
Y nos habíamos dado un beso, cuando yo tenía diecinueve años y él veinte, cuando a mi me habían dejado y él me estaba consolando. Otra vez. Me había enamorado de un chico de la Universidad, pero éste se había llevado a una antigua novia a una gran fiesta privada de Caracas en vez de a mi, y yo volví a casa muy deprimida. Niall también había vuelto y se estaba preparando para marcharse a un viaje de verano en el Interrail, y yo me sente en el suelo de su habitación, lloriqueando, mientras lo observaba llenar una mochila de pantalones y camisetas.
—¿Sabes cuál es tu problema? —me dijo él—. Que siempre tienes que enamorarte. Cada vez haces lo mismo.
—Soy una romántica, ¿qué tiene eso de malo? —le conteste, con un mohín.
—¡Coño! Pues que es una mala costumbre. Es imposible que estés enamorada tantas veces, Anna. ¡El amor no es esto!
—¿Y desde cuándo eres tú un experto en el tema? Yo creía que sólo leías sobre informática.
—No soy ningún experto. Esto es exactamente lo que quiero decir: jamás me he enamorado.
—Peor para ti.
—No necesito tu misericordia, guapa. No soy yo el que está aquí sentado comiéndose la humillación. Me he metido en muchas otras cosas, gracias.
—En muchas bragas, por ejemplo.
—Pues sí, ya que lo dices. En unas cuantas. Me he puesto caliente, lo he pasado bien, me he encariñado, hasta me han gustado mucho algunas chicas. Pero ¿amor? Todavía no. Y tampoco tengo ninguna prisa, especialmente si eso —hizo un gesto señalándome— es lo que provoca.
—Los chicos no maduran tan rápido como las chicas.
—Es un argumento pobre. No me entiendes, Anna. Tú estás enamorada del amor. Te pierdes por los chicos equivocados, y te entregas demasiado. Y luego tienes otra vez este bajón y el corazón hecho añicos. Es una estupidez.
Me había levantado, indignada.
—Siento mucho haber venido a molestarte con mi estúpido corazón roto. Qué pesadez. Me marcho.
Él me cogió por la muñeca.
—Cállate, puedo soportarlo. Y el único lugar al que te marchas es al bar, conmigo, y ahora. Si no soy capaz de convencerte por la razón, tendré que hacerlo emborrachándote.
Unas cuantas copas más tarde nos encontraron tumbados en el jardín, hablando todavía de mi corazón.
—¿Sabes cuál es tu problema?
Mi problema en aquel momento era que necesitaba hacer pis, pero deje caer la cabeza a un lado y lo mire: 
—¿Cuál, sabio del pueblo? 
—Que no tienes criterio. 
—¿Cómo?
—Tienes que tomar más decisiones intelectuales y menos emotivas... —La palabra «decisiones» le salió un poco desdibujada.
—¿De qué demonios hablas?
—Tienes que elegir a alguien que no te acabe decepcionando.
—¿Y cómo se supone que se sabe si alguien te acabará decepcionando o no?
—Yo no te decepcionaría.
Deje caer un brazo sobre su pecho:
—Ya sé que no lo harías. Eres mi mejor amigo de todos los tiempos. —Le di unos golpecitos. Realmente necesitaba levantarme e ir al baño.
De pronto, Niall se incorporó y apoyó la cabeza en un codo. Cerca. Y me miraba. Y entonces me besó, sólo una vez, muy suavemente, en los labios. Al principio pensé que se había equivocado. Tal vez hubiera intentado besar en la mejilla a la segunda. Había tomado más de un litro de cerveza. Pero su cara decía otra cosa.
—Cállate —le dije, aunque no hubiera dicho nada.
—Me casaré contigo.
—¡Cállate! —le dije ahora un poco más fuerte.
—Ahora no, somos demasiado jóvenes.
—Ni ahora ni nunca. Nunca, tonto.
—Nunca es demasiado tiempo.
Me incorpore.
—Cállate.
—Creo que son tu astucia y tus comentarios incisivos e irónicos lo que más me gusta de ti. —Ahora volvía a sonreír y se parecía más al Niall de siempre. 
—Cierra la...
Él me puso un dedo en la boca para silenciarme.
—Está bien, me callo. Pero acuérdate de esta tarde, Anna. Cuando vuelvas a buscarme con el corazón roto y tengas treinta años y estés acabada y harta de salir de caza, me casaré contigo.
—Vale. Qué bien. Me consuela saberlo. Gracias, Niall.
«Caramba..., realmente, ¿pensábamos que a los treinta ya estaríamos acabados? Hace dieciséis años probablemente nos lo parecía. Pero desde el otro lado, obviamente, alguien de treinta años sonaba bastante joven.»
Me había estado riendo de mi misma. Tal vez esta noche debía ponerme en evidencia: ponerme de rodillas, aceptar su oferta. Probablemente él ya ni se acordaba. De hecho, me sorprendía que yo misma sí lo hiciera. Y no era exactamente el tema que ahora me daba más ganas de reírse.
El bar debía de estar a tope: no había ningún sitio para aparcar. Lleve el carro hasta el arcén de césped que recorría el campo de cricket y salí del coche. Dios, hacía un frío horrible. Me envolvi bien con el abrigo, me recogi el pelo detrás de las orejas y trote hacia la puerta del bar. Se oía un ruido creciente a medida que te acercabas, y había una especie de brillo anaranjado que salía del interior.
Las voces y las manos de mis viejos amigos la cubrieron como si formaran una manta calentita a mi alrededor. 
—¡Eh, Anne!
—¡Feliz Año Nuevo! 
—¿Cómo estás? 
—¿Te traigo una copa?
Me di cuenta de que me sentía un poco eufórica. La gente se alegraba de verme, y verlos me sentaba bien. Los actores que protagonizaron mi infancia y mi adolescencia.
Y allí estaba. Siempre bebía de la misma forma: los brazos doblados, con el vaso en equilibrio. Me balanceaba un poco adelante y atrás sobre los talones. Asentía con la cabeza y sonreía mientras conversaba con alguien, y durante unos instantes no me di cuenta de que había entrado. Entonces alguien se despegó de la barra con una bandeja metálica llena de copas encima de sus cabezas y él me vio a través de aquel espacio. Le hice una mueca y le dije «hola», y pensé de pronto que iba a echarme a llorar.

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